Este lunes 21 de abril, Jorge Mario Bergoglio falleció a los 88 años en su residencia del Vaticano, dos semanas después de haber sido hospitalizado en el Policlínico Gemelli de Roma. Con su partida, no solo culmina el pontificado del primer Papa latinoamericano de la historia: también se cierra, de forma dolorosa y definitiva, un capítulo profundamente personal marcado por la ausencia y la distancia. Porque Francisco murió sin haber vuelto a ver, desde su elección en 2013, a su única hermana viva: María Elena Bergoglio.
Ella, doce años menor que él, lo siguió acompañando a la distancia, desde su casa en el conurbano bonaerense, donde era cuidada por religiosas debido a su delicado estado de salud. Durante más de una década, su relación fue sostenida por llamadas semanales, cartas escritas a mano y el recuerdo de los almuerzos familiares donde Jorge cocinaba calamares rellenos y risottos de hongos, recetas que evocaban sus raíces italianas. Pero no volvieron a abrazarse.
Un amor fraternal que el tiempo y el rol papal no pudieron borrar
«Él siempre fue un hermano muy compañero, muy presente más allá de las distancias y sus compromisos con la Iglesia», decía María Elena en una entrevista con La Nación poco después del cónclave de 2013 que transformó a su hermano mayor en el líder espiritual de más de mil millones de católicos. En esa conversación, narraba con emoción el día en que, abrumados por la noticia y el protocolo, lograron hablar por teléfono. «Hola, soy Jorge», dijo él. Entre lágrimas, ambos se despidieron sabiendo que, quizás, aquel contacto sería el más cercano que tendrían durante mucho tiempo.
Y así fue.
La visita que nunca se concretó
El Papa nunca volvió a pisar suelo argentino desde que asumió su pontificado. La falta de una visita oficial fue motivo de especulación, crítica política y desconcierto social en su país natal. Pero detrás de esas decisiones diplomáticas, había también una herida íntima: la imposibilidad de volver a abrazar a su hermana.
María Elena, separada y madre de dos hijos, comenzó a enfrentar problemas de salud que le impidieron viajar a Roma. Sus médicos temían que la intensidad emocional del reencuentro afectara gravemente su estado. A pesar de rumores que indicaban que Francisco podría haber viajado de incógnito a Argentina para verla, nunca hubo confirmación.
Un regalo que cruzó océanos
Sin embargo, hubo un gesto que logró reunirlos de una forma simbólica. Años atrás, el artista Gustavo Massó le entregó al Papa una escultura que reproducía la mano de María Elena. La obra, titulada El deseo tangible, iba acompañada de un mensaje grabado con su voz, en el que decía: “Mirá que me gustaría estar con vos y abrazarte. Créeme que estamos abrazados. A pesar de las distancias, estamos muy abrazados”.
Francisco, cuenta el artista, se emocionó profundamente. Sus ojos se humedecieron mientras acariciaba aquella mano esculpida. Era, quizás, lo más cerca que había estado de su hermana en esos años de papado y soledad espiritual.
El adiós sin abrazo
Hoy, el mundo despide a Francisco. Pero en un hogar modesto de Buenos Aires, una mujer también comienza un duelo distinto. María Elena, la última Bergoglio viva, enfrenta no solo la pérdida de un hermano, sino también la certeza de que ese abrazo esperado nunca llegó. Que el tiempo, la distancia y el peso de una misión divina, por más trascendente que sea, le negaron lo que más anhelaba: volver a mirar a Jorge a los ojos y decirle adiós.
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