El show de Q’Lokura en el estadio Aldo Cantoni, que prometía una noche de fiesta y cuarteto, terminó dejando una pregunta incómoda flotando en el aire de San Juan: ¿qué tan lejos estamos de otra tragedia como Cromañón?
Los datos hablan solos de la pésima organización por parte de «La Meseta Producciones»: seguridad privada fuera de control y a las trompadas con el público, tiketera con venta de entradas sin limite y ni hablar de los controles rigurosos para evitar entradas truchas o ingreso de «colados», efectivos policiales que debían velar por la seguridad no tomaron medidas preventivas ni inmediatas para controlar una situación desbordada, en pocas palabras estuvieron sin hacer nada mientras miles de personas – se habla de entre 8 mil y 12 mil – abarrotaban un estadio techado, en una provincia con alto grado de riesgo sismico.
Las imágenes de la multitud pegada a las puertas, la falta de salidas de emergencia claramente indicadas, los gritos, el desborde, despiertan en la memoria colectiva la peor pesadilla de la música en vivo: República Cromañón. El incendio que en 2004 se llevó la vida de 194 personas y dejó heridas que siguen abiertas dos décadas después. Un show, una bengala, una puerta cerrada. Una combinación mortal de negligencia, corrupción y desidia.
No aprendimos nada.
Cada tanto, el mundo nos recuerda lo frágiles que somos cuando alguien decide jugar con la seguridad para ahorrar unos pesos o inflar un negocio. ¿Hace falta recordar la tragedia de Love Parade en Alemania (2010), donde 21 jóvenes murieron aplastados en un túnel atestado de gente? ¿O la avalancha en la discoteca Colectiv en Rumania (2015), con 64 muertos por un incendio y puertas selladas para que “nadie se fuera sin pagar”?
En Argentina, cada tanto resurge la misma historia: boliches sin habilitar, seguridad que mira para otro lado, inspectores municipales que llegan tarde —si es que llegan— y empresarios que, bajo luces de neón y parlantes, olvidan algo básico: la vida humana no se negocia.
Lo más alarmante es que, para muchos, esta multa de más de 10 millones de pesos – de la que se habla pero no se ha efectivizado – para la productora de Pablo Sanguedolce es apenas un “costo” más de hacer negocios. Un cachetazo económico que seguramente se licuará en la próxima preventa de entradas. Hasta que pase algo peor.
En estos días se habla de multas, sumarios, habilitaciones. Pero la pregunta de fondo es otra: ¿Cuántos shows más vamos a dejar que se organicen sin garantías mínimas de seguridad?
San Juan —y cada provincia— necesita inspectores reales, autoridades que no teman clausurar cuando corresponde y público que no naturalice empujarse en una puerta bloqueada o trepar un vallado como si fuera parte de la fiesta.
Cada ticket vendido es un contrato social: pagamos por entrar, confiamos en salir. Y cuando eso no se respeta, la música deja de ser celebración para convertirse en luto.
Cromañón no fue una excepción. Es una advertencia que ignoramos cada vez que preferimos mirar para otro lado.
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